Por Waldo González López –
«[…] me parecieron extraordinarias esas horas de espera y, de repente, se han vuelto doradas».
«La memoria de esos años no guarda más dolor que el de ya no ser joven.»
«Lo tengo todo menos lo que no tengo, y lo único que no tengo es lo que a todos nos van quitando.»
Á. M.
Nacida en el estado mexicano Puebla de Zaragoza, en 1949, Ángeles Mastretta es una de las escritoras más relevantes de Hispanoamérica, tal enseguida veremos.
La dupla aserto y acierto la corrobora su narrativa y su poesía en sus libros: Arráncame la vida, Mujeres de ojos grandes, Mal de amores, Puerto Libre, El mundo iluminado, El cielo de los leones, Ninguna eternidad como la mía, Maridos y La emoción de las cosas.
Con su primera novela, Arráncame la vida, merecería el Premio Internacional Rómulo Gallegos en 1977, cuando devendría la primera mujer en recibir el significativo galardón, ubicándose junto a narradores, como Mario Vargas Llosa, Gabriel García Márquez, Carlos Fuentes, Javier Marías y Roberto Bolaño.
Desde Arráncame…, Mastretta es valorada por sus personajes: mujeres decididas y valientes que asumen sus existencias sin temor, por lo que resultan, en no pocas ocasiones, casi heroínas, por no abandonar el humanismo que las define.
En su quehacer descuella su poesía: su principal vocación, pues con ella impregna y en ella sumerge su valiosa creación literaria, sin olvidar su continua labor en su concurrido blog Del absurdo cotidiano, donde escribiría en el 2020 una «cavilación» —tal define sus reflexiones— que vale la pena leer porque de algún modo explica su poética:
Escribir es un juego de precario equilibrio entre el valor y la soberbia. También entre sus opuestos: el miedo y la humildad. A veces ninguno alcanza para contarlo todo. Ahí mismo está el secreto: en ese equilibrio. Buena escribiente es quien escribe a diario, no quien habla. Yo de cómo escribir, de los trucos y los equívocos, no sé hablar bien, ni lo pretendo. Es la parte más secreta de una vida privada.
¿Narrar… de otro modo?
«Sólo la mano del deseo, sólo su aire fresco y estremecido, recorriéndonos, levantándonos a vivir.»
Jaime Sabines
El significativo poeta mexicano Jaime Sabines fue y es aun uno de los influjos mayores en su hermosa prosa poética, que tal es la suya, sin duda. De tal suerte, si abrimos al azar cualquier página de su novela autobiográfica La emoción de las cosas (2012) hallamos ese narrar de otro modo, con otredad, acaso una voluntad de estilo marcada sin duda por la poiesis, la que, según Aristóteles, consiste en la creación de algo distinto a quien lo produce.
De entrada, en la nota de contracubierta, el agudo editor definiría con acierto esta valiosa pieza poético/narrativa, al subrayarla como
Un libro enérgico, sabio y hermoso. Un recorrido apasionante por la historia de los propios padres, los abuelos, la búsqueda de los orígenes mezclados entre Italia y México, la curiosidad por tiempos idos que arrancan con la Independencioa y pasan por la Revolución y la Segunda Guerra Mundial; pero también la entrega tenaz al día a día, la novela personal que nace de las entrañas, esculpida a base de honestidad y algunos temores, llena de tribulaciones y reflexiones sobre una ciudad invisible pero irreplazable, la infancia idílica, el dolor temprano, la audacia juvenil y las decisiones asumidas a despecho de los credos y los miedos generalizados; el pasmo ante la naturaleza y la tecnología por igual, los senderos secretos del afecto y la creacion literaria. Un canto de sirena que recupera el gozo casi infantil por escuchar historias, por descubrir otra forma de mirar la realidad, por reconocer aquellos fragmentos vitales acerca de la pasión, del asombro, de la emoción de las cosas.
Sin duda, todo y más, porque en La emoción de las cosas, Ángeles Mastretta logra conjugar el logos, el ethos y el pathos, la idiosincrasia, la simbología y el amplio caudal de mitos, conque deifica su patria chica: Puebla, parangonándola con su patria grande, México, o, tal denominara el gran narrador y Premio Cervantes, Carlos Fuentes, su Patria grande en su ópera prima: La región más transparente, término tomado a su vez del clásico ensayo Visión de Anáhuac, del Maestro Alfonso Reyes, frase, por lo demás, con la que el explorador alemán Alexander von Humboldt se refiriera al Valle de México en 1804.
Cualidades
Entre las numerosas que posee La emoción de las cosas, resalto, prima facie, su capacidad invencionera. Me refiero, ante todo, a su virtud de narrar su existencia no a la usanza tradicional, sino con fragmentos de prosa poética, prosemas, minicuentos y más.
De tal suerte, entre el texto que abre su discurso poético/prosístico: «Mis dos cenizas» y el último: «La orquesta», aparecen en sus más de doscientas páginas, las «iluminaciones» rimbaudianas, gracias a su diáfano lirismo que, tal decisivo acorde, afinan su expresión, al punto de que convence y vence al más crítico lector, a partir del epígrafe/verso del grande Antonio Machado: «Solo recuerdo la emoción de las cosas», al que coadyuvan cinco elementos determinantes por cercanos en la escritura de la Mastretta: el recuerdo, la evocación, la nostalgia, la saudade y la melancolía.
Leamos algunos ejemplos que confirman la calidad de su prosa, como las virtudes apuntadas en la nota del editor y las señaladas por mí arriba y otras que veremos.
Así, en el capítulo inicial, «Mis dos cenizas», al hablar de su padre, ya inicia su discurso convincente: […] «ahí estaba el abismo del que nunca hablaba […] en la nostalgia con que se reclinó en la puerta de nuestra casa, a ver cómo sus tres hijos mayores nos íbamos a vivir a la ciudad de México […]»
Apenas en la página siguiente, insiste con su prosa lírica: «Quién sabe si se creyó un hombre feliz, pero sabía hacernos reír y al mismo tiempo nos contagió pasión por la melancolía». Mas, no conforme aun, añade: «Lo enterramos mi madre, mis hermanos y yo. Pasaron los años y no pasó él. Pasó la vida y su memoria se encandiló en la nuestra.
Acerca de su madre, figura esencial, refiere cuando ésta fallece: «A un pedazo de su jardín se irán los trozos de arena cenicienta que se volvieron sus ojos claros, su voz, su memoria, su pasión desesperada por la vida […]»
Y en un cierre perfecto de este capítulo inicial, narra con poesía:
Todas las luces están prendidas, pero yo me he quedado a ciegas en casa de mi madre; una casa, en mitad del jardín, que es de todos. Y es mía. Como la memoria, el desamparo y el viento. No tengo miedo, padre, tengo espanto. No tengo espanto, madre, tengo tu herencia y esta casa y tus perros. Tengo a mis hijos y tengo mis hermanos con sus hijos. Tengo dos cajas, dos montones de arena, una sola tristeza enardecida.
Mas, sin apartarnos de lo personal, presente en su novela y testimonio poético a un tiempo —pues tal impronta adquiere igualmente en no pocos momentos su valioso relato—, la Mastretta añade otra dimensión a su rica prosa, otorgándole un tono conceptual, casi filosófico, en numerosas páginas, como leeremos enseguida.
Así, el siguiente capítulo: «Trigonometría para la tristeza», sugiere el enorme tramado de creencias y mitos de la cultura azteca, estudiados, entre otros ensayistas, por el relevante filósofo e historiador Miguel León-Portilla en Visión de los vencidos —su obra más famosa, multieditada, traducida a cerca de veinte idiomas y disfrutada por este crítico durante su juventud— y Culturas prehispánicas del centro de México, entre otros libros de alta valía. Así, escribe la Mastretta:
Bueno sería poder confiar en que los muertos hacen milagros pasando por un aire que ya no los acaricia. Consolador sentir que hay algo suyo en el vaivén de las cosas diarias que, cuando sucede lo crucial, tuvo que ver con su empeño de mil años en conseguirlo, con su morirse deseándolo, con la influencia dueña de poderes ultraterrenos que debe haber en el aroma de sus cenizas.
Y evidenciando su conocimiento de la ancestral cultura de su patria, concluye este capítulo combinando mito y poesía: «No hay que estar muy seguros de que los muertos ignoran la pena de los vivos. Yo ahora me voy a permitir la ensoñación de que mi madre algo hizo, desde ninguna parte, para ayudarme a recordar esto que aquí he contado de tal modo que olvidé la tristeza».
Continúa su viaje al pasado en la siguiente sección: «Memoria de agua», en la que ofrece su disfrute al complacido lector con sus recuerdos de infancia:
En la foto con que abre la pantalla del artificio en que escribo, la niña que fui mira a lo lejos desde un recodo en el brazo de su padre. Tiene la espalda erguida y los ojos albeando. La mano del papá la sujeta contra él para que no se caiga. Y se ve tan en paz, tan presa del instante que la arropa, desde el que se permite la curiosidad que aun tiene.
[…] Adivinar de dónde saco yo que ese instante es el primer recuerdo de mi vida. Aunque soy memoriosa de lo remoto, debí tener entonces quince meses y medio porque, de ese mismo día, hay otra foto de mi hermana casi recién nacida. Y quince meses pasaron entre mis cincuenta años y los suyos.
Mas, siempre «memoriosa», tal se autodefine al disfrutar sus gratas evocaciones, escribe sentenciosa: «No sé cómo pasó, tan rápido el tiempo entre ese instante que miro y éste que ahora me mira desconfiando del acierto con que puedo evocar.»
Apenas, algo después, ofrece esta significativa «cavilación» que nos toca a quienes hemos vivido ampliamente hasta llegar y sobrepasar los 70s: ella, nacida en 1949 y el crítico, 76: «Si la patria es el sabor de las cosas que comimos en la infancia, la mía tiene manzanas y canela, en buena parte del mapa.»
Sin dilación, pasamos al capítulo siguiente, donde nos sorprende la hermosa metáfora: «Temblar como las estrellas», seguida de otra reflexión/cavilación a tener en cuenta, pues no poco nos sugiere a quienes debimos dejar nuestros países, huyendo del comunismo: «Los emigrantes son polvo de estrellas, sal de la tierra, árboles con alas.»
Al final, concluye con otro apunte cercano y certero: «Siempre necesitamos saber, cuando ya no podemos. Y cuando más nos urge, porque también nosotros, como nuestros abuelos, como los hijos de todo emigrante, somos polvo de estrellas. Y de la misma manera, al recordar, temblamos como tiemblan las estrellas».
Aquí no puedo dejar de incluir una breve, pero tan cierta línea como la misma vida: « el […] recuerdo que no se nombra por miedo a perderlo».
Asimismo, en «El lujo del candor», capítulo del que se vale para retornar a la evocación, cuando registra: «[…] una gota del agua que todos guardamos en el río subterráneo de la memoria».
Apenas en la página siguiente, siempre melancólica, subraya, acentuando la figura de su adorada madre, leit motiv de su narración: «Cuando tomé la foto desde la que hoy mira mi madre, su hermana Alicia ya no vivía más que en la memoria y la nostalgia […]»
Justamente, sobre la madre, matizará dos páginas después:
Cuando se casaron […] ella tenía veinticuatro y una sonrisa del tamaño del mundo todo, no de su pequeño mundo, sino del mundo que aun llega hasta mi escritorio cuando miro las fotos de su primera juventud. Luego, mientras fuimos niños, no sonreía de más, sino cuando veía a su hermana. Era como si la vida la hubiese amonestado, como si algo imposible se hubiera roto y ella no pudiese sacarse la decepción sino junto a su hermana. Es de entonces que la recuerdo atenida al deber como a un nudo marino y a su hermana como al ancla de toda fortaleza.
Dos años después que la intrepida tía Alicia, murió mi padre y terminó de abrirse el temblor de la verdad a secas. Ya entonces ella […] era fuerte para todo. Incluso para sonreír en lugar de su hermana, cuando las cosas tristes no podían acallarse.
Y esa suerte de originalidad —dificil virtud de la que, no obstante, se adueña la Mastretta por su frescura y lirismo— alcanza su clímax, en apenas siete líneas del capítulo siguiente, cuando crea literatura dentro de la literatura, al jugar con realidad y fantasía, en «No éramos ricos»:
Desconozco adónde voy o cómo ir por un libro que aún no sé si será una memoria, una indagación en el pasado de mis padres, o una búsqueda […]. Empiezo páginas que van de un recuerdo a otro, iluminando retazos de tiempo, pero sin orden, sin más destino que el de ser recordados. Ayer empecé uno diciendo:
«No éramos ricos, pero usabamos pantuflas».
Casi al final del siguiente capítulo: «En el dedal y la cruz», indica tal si visualizara con su penetrante mirada: «Todo el mundo de entonces se ve desde hoy efímero pero inolvidable.»
Al pasar la página, surge de pronto la sección: «La invulnerable inocencia», y, en un instante, deviene esa saudade que define el estadio de «las personas mayores»: «[…] nadie tiene más ganas de jugar, de creer en los sueños, que un adulto jugando al desencanto.»
Mas, la Mastretta adjunta unas líneas que le aportan esa carga conceptual y definitoria de La emoción de las cosas:
El tiempo que nos aleja de la infancia de la primera juventud, de lo que suponíamos el perfecto candor, no solo no devasta la esperanza, sino que la incrementa hasta hacerla febril, hasta en verdad perfeccionar la inocencia, haciéndola invulnerable.
En la sección «Revivir la quimera», la escritora da paso a un tema que, de la Antigüedad al presente, ha ocupado y preocupado a «los humanos, demasiado humanos», causa primera y última del diario existir. De tal suerte, la inicia así:
Mis muertos, como los de cada quien, van conmigo a todas partes. Algunos días los siento mirando sobre mi hombro. Desde ahí, aprueban o dirimen. Hace poco pude oír sus voces entre la mía que a su vez hablaba, de ellos y de la felicidad, a la paciente luz de una asamblea.
Mis muertos […] andan diciendo cosas que sacan de la nada. Y escuchan de otro modo. Cuando digo «alegría» se quedan quietos, si oyen «clavel» vuelven a estremecerse de nostalgia.
Al leer esta y otras secciones de su hermosa obra, evoco un momento esencial de la cultura azteca: los mexicanos guardan de los muertos una especial herencia, reflejada en las icónicas calaveras del grabador, ilustrador y caricaturista José Guadalupe Posada Aguilar, célebre por sus dibujos de escenas costumbristas, folclóricas, de crítica socio-política y por sus ilustraciones de «calacas» o calaveras, entre ellas La Catrina.
Solo dos párrafos más adelante, la Mastretta amplía:
Mis muertos son volubles, a veces se me esconden y otras se paran en mi cabeza, como la llama del Espíritu Santo, con la pretensión de iluminarme aunque no lo consigan. De repente, si la imperiosa luna trae con ella sus nombres, les pido que aprieten mi corazón para consolarlo porque no están.
Y aun nos confiesa una verdad como la vida misma, cuando habla del abuelo y el padre, nos dice: «Con ellos, terminó la rueda de santos que perdí entonces […]: el estupor indómito que da la muerte cuando la vemos por primera vez.»
Para concluir este no menos hermoso capítulo, recalca:
¿Quién me falta? Estos años sin ira y sin dios contra el que ir, se me han muerto tantos bienamados como vivos tengo. Es noviembre y andan todos aquí, han venido a comer, en los altares. Muertos de todos nuestros días, de toda urgencia. Que no se vayan lejos, que se quede noviembre entre nosotros. Noviembre, el mes que los revive a todos.
Y llegamos a «Compañía en llamas», que la narradora/poeta, inicia:
Hay quienes gustamos de diciembre. Locos, andadores de la emoción a secas, de la aromática impaciencia, de la dicha trivial, de los abrazos.
Crecí en una familia para la que diciembre no podía tener penas, aunque hubiera que meterlas bajo el tapete. Diciembre era los otros, era la vida al ras, la memoria, pero solo feliz, de los que ya no estaban.
«Tristeza, ¡largo de aquí!» es otro acertado axioma: «[…] la vida puede traernos penas, para aceptarlas sin ira, porque son la contraparte de las dichas y uno no es nadie para pretender que haya una sin las otras».
«La experiencia: esta delgada nitidez» la dedica a una de sus escritoras preferidas: la narradora danesa Isak Dinesen (1885-1962), seudónimo con que la baronesa Karen Blixen firmaba sus libros. Aquí, asimismo, hay diversos instantes de prosa poética que llenan las páginas de la narradora/poeta mexicana.
En consecuencia, al comentar «El mono» —uno de los siete soberbios cuentos góticos de su colega europea—, la Mastretta le pregunta a Blixen-Dinesen: «¿Quién, negar que el asombro lastima, que no es solo cascada, luminaria, pez azul bajo el agua de la nada?»
Y sobre la praxis, cuestiona:
¿Esta ceguera iluminada es la experiencia? Esta delgada nitidez, esta montaña pálida, este pasmo de siglos que nos paga con su estirpe de animal, de monstruo, de hada, de asombrosa lujuria. La experiencia. Qué dolor y qué alivio. ¿Qué más puede quererse que tanto se aborrezca? Este ángel, este diablo, esta paz de agua en agonía se regala. Esta luz de medianoche no la quieren ni el aire ni los asnos. […] La experiencia esta sonora fantasía de tantos, este silencio tibio, se regala. Este venado, este camello, esta madera quebradiza cuesta cara. Por eso con frecuencia se rechaza. No queremos ni verla, ni conocer su aroma, ni tocarla. Tanto así le tememos. Tanto y nada.
«La inexorable providencia», capítulo dedicado a su tío Alejandro, lo finaliza con esta exhortación: «Quiero nombrarlo ahora, para invocar la música de sus sueños y pedirle a la vida que lo siga de cerca un rato largo.»
Sobre una de las recordadas costureras de la familia, nos dice en «Don de habla»: «Tenía doña Emma, mujer de ojos que hablaban como luces, una sentencia sabia: “No hay mayor cura que un buen rato de conversación.» Y abunda:
La suya es una historia bendita y larga sobre la que tienen derechos varios escritores antes que yo. Eso no me quita el derecho a venerar la voz que mecía las anécdotas más extraordinarias, como quien acude a la mejor de las curas.
Amante de la narración oral, a la que venera, tal constata en estas páginas de remembranza, confiesa en «Yo no presto mi escalera»:
Las mejores historias son las de quienes existen en mi imaginación solo como los niños que fueron. Porque he ido creciendo, pero ellos no: siguen intactos en el orden de mi cabeza. Así que me cuesta creer que hacen las cosas que van haciendo los adultos, enriquecer, empobrecer, enamorarse, divorciarse, enviudar, quedar huérfanos. […] Tantas historias. Las mejores son las que hacen reír y las que hacen reír son casi siempre sencillas.
«Audacia con estrellas», formidable y brevísima pieza antológica, la ofrezco a los lectores para que la disfruten:
Siempre que busco un adjetivo con el que elogiar a quien sea, doy sin remedio con la palabra «audacia». Los audaces […] tienen amores y se consumen en su fuego. […] Los audaces siembran parques, cosechan ilusiones, son hermosos como luces de bengala, se tiran del paracaídas, se van a Colombia a jugar futbol o a Nueva York a desafiar la nieve, tocar el chelo […] y hacer amigos donde pocos los tienen. […] Los audaces viven más de ochenta años y no le temen al bastón ni a la humildad necesaria para apoyarse en otros. […] Los audaces, aunque se mueran, enfrentan las enfermedades como si fueran vientos de verano. Los audaces escriben libros como quien cuenta prodigios en un ábaco inmenso y no tiemblan para inventar realidades más atrevidas que la luz cayendo sobre sus escritorios.
Y tal «audacia con estrellas», continuará en «Monotemática», donde, ya en su primera línea, nos dirá: «Ando a tientas por un libro. Y por ninguno. El que más cerca tengo es el que se pretende una memoria de mis padres. ¿O un intento de saber quiénes fueron?»
Acorde con su lúcido adagio: «no mueren quienes nos enseñaron a imaginar la eternidad», solo pocas líneas después, cuenta que estuvo en tres ocasiones en Italia, adonde fuera para registrar los orígenes de su abuelo y su padre en el pueblo que los viera nacer: Stradella; «pero cuando ahí anduve me preocupó más apresar el aire que los datos; más la emoción de las cosas que el pasado.»
¡Ah, las cosas amadas! A ellas vuelve una y otra vez como un boomerang de recuerdos que regresa cada tanto, porque, a pesar de su amor a las esencias y elementos amados, las ¿inculpará? con afecto al señalarles: «la ingrata sobrevivencia de las cosas».
Y salto hasta otro hermoso capítulo, titulado —¿jeu de paroles?— «Austen en Austin», que dedica a otra escritora preferida: Jane Austen, y del que se vale para otra aguda reflexión sobre la literatura. Leámoslo:
¿Escribimos para recordar o para ir adivinando lo desconocido? No sé. Tantos años y no sé. Tantos años y habrá quien diga que no importa. Inventar mundos es querer adivinarlos: ¿quiénes son estos?, ¿qué pensaban?, ¿qué los conmovía? Pero también tener urgencia de contarlos; ellos: ¿a quién añoran?, ¿a qué se atreven? Yo, ¿para qué escribo?
Mas, este agudo monólogo continuará más adelante de esta suerte:
¿El arte tiene la obligación de conmovernos? Yo creo que sí, pero ya estamos conmovidos por una realidad que todo dice a gritos. ¿Qué de lo que uno inventa no le pertenece? Es un lugar común decir que vivimos en nuestros personajes: agazapados, temerosos, audaces. Pero sí y no. Hay cosas de uno que no contara nunca. Solo las quiere consigo. Y no por díscola, sino porque no se atreve a tocarlas. Escribir es un precario equilibrio entre el valor y la soberbia. También entre sus apuestos: el miedo y la humildad. A veces ninguno alcanza para contarlo todo. […]
Solo líneas después, concluye:
Yo de cómo escribir, de los trucos y los equivocos, del sentimiento, no sé hablar bien ni lo pretendo. Es la parte más secreta de una vida privada. Y no la entiendo. Lo único que sé con la claridad del agua es que escritor es quien escribe siempre que algo le asombra, aunque no tenga lápiz ni teclas con las que dejar constancia de su orgullo y su prejucio. Escritor es quien explica lo inexplicable, incluso cuando tocamos la textura de sus libros —puesta en un archivo limpísimo— a doscientos años de distancia.
«Con ajenos pesares», dedicado a Sor Juana y a Amado Nervo, es otra reflexión sobre estos poetas preferidos. Lo inicia de esta suerte:
Uno convive con los escritores muertos como si estuvieran vivos. Vienen a nuestra casa y se instalan a conversar de todo. Quizá no de la República, pero sí de que el volcán Pococatépetl echaba fumaroles cuando nació Sor Juana, mientras que Amado Nervo nunca lo vió sino quieto.
Y sin duda, uno de los mejores capítulos (por no ser absoluto y decir el mejor), es «Loas y caos sin una biblioteca», donde confiesa su amor por los libros, que me toca de muy cerca, pues desde adolescente vi y hojée los primeros libros de mi padre, que era masón, en la casa de mi infancia y adolescencia, cuando adquirí a muy bajo precio los primeros y breves tomos en una seleccion de obras de José Martí, en lo que devendría un hábito que —a lo largo de los años, los ámbitos en que he vivido y los gustos que cambian, aunque no tanto con el tiempo y la madurez, continúo ahora en mis 76, cuando no pienso dejar mi inefable querencia por poseerlos, hojearlos, ojearlos y subrayarlos, otra ¿afición? que, adquirida décadas atrás, no puedo abandonar.
En fin, leamos algunos párrafos convincentes de la Mastretta, en los que confiesa su apasionado amor a los libros y algunos de sus autores preferidos:
Yo no tengo biblioteca. Tengo libros. Escondiéndose entre los cuadernos, tras la pantalla de la máquina en que escribo, por cualquier rincón. Tengo libros en el coche, en el baño, en el estudio al final del jardín. Algunos andan por el librero del lugar en que divago; otros en el cuarto de mi hija que se los ha ido llevando poco a poco. Tengo libros en el umbral que les cedo a los perros por la noche y en el pretil de la ventana frente a mis árboles. No debería decir que los tengo, sino que ahí están. […] Los voy viendo pasar. Andan conmigo, salen de viaje y a veces vuelven como se fueron: en silencio.
Los libros son conversaciones. Por eso da tristeza que se pierdan cuando vamos a la mitad […]
Algunos libros se empeñan en perderse por la casa, incluso, los que, según yo, duermen siempre en un ángulo impávido del librero, aquí arriba, se quitan de mis ojos; entonces vuelvo a comprarlos. Ana Karenina, Madame Bovary, La cartuja de Parma, Orgullo y prejuicio, Los novios, Memoria de mis tiempos, los he comprado muchas veces. Nunca los encuentro cuando los necesito: con ellos, mi biblioteca está en la librería. Con ellos y con tantos. En cambio, de repente encuentro tres Quijotes idénticos uno junto a otro, como si fueran parte de una colección.
[…]
Sin embargo, algo he ido guardando. […] Tengo a Neruda y a Paz, por si quieren hablarse, y para completar versos en el aire como este que ahora trasiega en el babel de mi cabeza: «Un sauce de cristal, / un chopo de agua, / un alto surtidor que el viento arquea, / un arbol bien plantado…» y luego no me acuerdo qué sigue, por eso busco el libro. Si no lo encuentro, cerca está el de las preguntas con Neruda: «¿Qué haríamos sin el amarillo? ¿Con qué amasaríamos el pan?» La poesía es un consuelo venga de donde venga. Tengo también a Lope y a Quevedo; en cierto modo a Góngora porque tengo a Sor Juana que me gusta más. A Sor Juana aquí cerca, muchas veces encima del escritorio, para robarle un adjetivo o responderle con sus propias palabras: «oyendo vuestras canciones / me he pasado a cotejar / cuán misteriosas se esconden / aquellas ciertas verdades / debajo de estas ficciones» […]
Luego hablará al lector de su invariable Jaime Sabines, del que confiesa: «Tengo a Sabines porque me gusta abrir el libro y ver su letra en dos recados, uno cinco años después del otro, en el mismo libro que compré […].»
Y habla en breve de Rayuela, de la que nos dice: «Casi no tengo libros dedicados. Me da pena pedir la firma; ¿o soberbia? O tontería.»
Entonces le toca el turno al infaltable Borges, del que se ocupa la mexicana en dos páginas y del que me hace evocar a Lezama y su «enemigo rumor», a quien supera el argentino con su verso aun más acertado por irónico: «Atareado rumor».
Pero leamos el apunte de la Mastretta:
Borges adjetivaba como nadie, hizo para sí algunos adjetivos, ya lo dijo para sí el peripatético camaleón, nadie más podrá usarlos sin copiarlo. «Atareado rumor» inventó y nadie se atreverá a darle una tarea al rumor después de semejante alianza. De todos modos, ¿quién no se contagia? Si hablamos como nuestros hermanos, nuestros amigos y nuestros hijos, de dónde no contagiarse de estos a quienes leemos para oírlos, estos con los que conversamos a la vez los libros y la noche, el día y la vispera.
Sin duda, Ángeles Mastretta se-nos emociona con la insólita vida que sabe insuflarles a las cosas. Por ello, entrego al lector sensible el siguiente prosema de la reconocida autora mexicana, con que concluyo esta ¿crónica o artículo? sobre la narradora y poeta mexicana, cuya novela testimonio La emoción de las cosas es una de las mejores escritas en Hispanoamérica:
El 14 de junio pasado, un martes, se cumplieron veinticinco años del momento en que Borges se fue a dormir en Ginebra. Sentí la pena, pero tenía yo entonces la alegría del tango. Y Ficciones con todo y «La biblioteca de Babel». El universo en una biblioteca, y cuanta biblioteca sea posible en el universo de Borges. Del descreído Borges: más vivo que nunca entre los libreros y los lectores, sin duda, como una marca de agua entre los escritores, vivo en su descreencia y su jardín. Si el universo cabe en una biblioteca, ¿por qué no la biblioteca en el universo? ¿Quién necesita una biblioteca, si el universo es una biblioteca?