Alguien tiene que llorar*

Por Roberto Ruiz Rebo

*Fragmento de la novela Adriano, el color de la diáspora

La ciudad amaneció devastada; la noche anterior, un movimiento de protesta contra el racismo ocupó las calles. De manera pacífica, la mayoría de los manifestantes marcharon portando carteles y gritando consignas en contra de la brutalidad policial que, en varias ciudades del país, se había desatado en los últimos meses, mayormente contra ciudadanos de la raza negra. En ese escenario, grupos de clara tendencia racista se movilizaron para defender lo que mal llamaban cultura occidental, que no era más que sus atávicos sentimientos de superioridad racial. De vocación revoltosa y tendencia a métodos violentos, algunos grupos llamados de izquierda aprovecharon esa coyuntura para introducirse entre los manifestantes pacíficos. Venían con una cólera acumulada y querían enviar un mensaje desafiante a las autoridades de la ciudad para patentizar su voluntad de luchar por lo que reclamaban como derechos, y enviar una advertencia a sus oponentes. La noche anterior se escenificaron varios enfrentamientos entre ambas facciones, con resultado de algunos lesionados. En la confusión, los más obstinados incendiaron y vandalizaron varios establecimientos del gobierno y algunos comercios privados. La policía realizó varias detenciones y, en algunos casos, debió usar la fuerza para controlar la situación, teniendo como resultado enfrentamientos con la parte más recalcitrante de los manifestantes.

Eran apenas las 6 de la mañana cuando Longina despertó después de una noche fuera de su casa. El sol se asomaba, iluminando los árboles y las plantas del jardín. Al descorrer ligeramente una de las cortinas, se dio cuenta de que no todo estaba en calma: las ardillas correteaban sobre el césped buscando semillas y gusanillos, y un pájaro carpintero picoteaba en alguna rama cerca de la ventana, revelando con su tableteo un arduo desempeño de artesano. Era la primera vez que Longina amanecía en esa cama y ese cuarto, a pesar de mantener relaciones amorosas con Adriano desde hacía varios meses. Se había atrevido esta vez, o quizás las circunstancias la habían impulsado a atreverse. Ahora se disponía a regresar a su casa antes de incorporarse a su labor diaria como intérprete y se sentía algo aprensiva.

En su camino a casa, Longina fue testigo del desmadre que resultó de la protesta de la noche anterior: en plena calle se veían neumáticos carbonizados, pancartas chamuscadas, latas de Coca-Cola y cervezas, vasos de cartón, botellas plásticas y basura regada en el pavimento. Numerosos comercios habían sido apedreados y exhibían un reguero de vidrio y mugre en sus fachadas. Varios establecimientos y oficinas gubernamentales mostraban señales de haber sido incendiados. Algunas estatuas estaban vandalizadas y había paredes pintarrajeadas con consignas y grafitis. No justice, no peace (Sin justicia no habrá paz), Fuck the city mayor (A la mierda el alcalde), All cops are bastards (Todos los policías son bastardos) eran algunas de las perlas de la airada protesta que terminó en reyerta.

Longina llegó a su casa y al abrir la puerta sintió el inconfundible olor a café que venía de la cocina, adonde encaminó sus pasos. Alma Rosa no estaba allí; contrario a lo que había imaginado, se encontró en su lugar con el rostro de Ignacio algo huraño, quien después de servirle una tacita de café y sin apenas cruzar palabra con ella, se retiró al interior de la vivienda. Minutos después, la madre de Longina apareció en la cocina.

—Buenos días, hija. Hemos tenido una nochecita tremenda con los tiros, la sirena de los carros de la policía y todo el barullo de la protesta. ¿Cómo pasaste la noche?

—Me desperté varias veces con sobresaltos… Por allá tampoco cesaron las protestas. Las calles han amanecido en ruinas. Si vieras…

Todavía humeante, la tacita de café reposaba sobre la mesa frente a Longina. En realidad, ella no la había tocado desde que Ignacio la sirvió. En ese momento, al ver la actitud hosca de su padre, comenzó a sentirse tensa, y ahora empezaba a relajarse con la conversación.

— Dicen que esta noche siguen las marchas… así que tendrán que buscar una solución.

— Sí, Mami, tendrán que buscarle solución. Aquí la gente tiene derecho a protestar. Me gustaría ver protestar así a las minorías de Brownland —dijo Longina.

— Es bueno que protesten, hija. Tendrán que oírlos.

— Lo sé, mami.

— Todo esto es extraño para mí, hija, porque aquí nunca me he sentido discriminada; sin embargo, en Cuba sí. Me sentí discriminada muchas veces. Esa es la verdad.

— Mami, la discriminación está en todas partes, y este país no es una excepción.

— No tengo dudas, pero debo ser honesta. Solo puedo hablar de mi experiencia, y la verdad es que aquí siempre me han tratado con respeto, y para mí eso es más que suficiente. Lo que pasa en Cuba es que no ven el problema. Si hablas de ese tema, te dicen que la revolución acabó con eso. Vaya ceguera…

— Dentro de una hora, tengo que empezar a trabajar.

— ¿Vas a desayunar?

— Sí, mami, ya tengo hambre.

— Entonces, voy a prepararte algo.

— Primero, voy a cambiarme de ropa. Te lo agradezco, Mami. Regreso en cinco minutos.

Cuando Longina regresó al comedor, ya estaba preparado el desayuno: dos tajadas de pan tostado sobre la mesa y una taza de café con leche que dejaba escapar una tenue brizna de humo. También había un trozo de mantequilla en un platillo de porcelana junto a varias tajadas de jamón de pavo.

— Hmm —suspiró—. Está como me gusta, «calientico» —dijo y comenzó a devorar la primera tajada de pan untada de mantequilla. Alma Rosa estaba de pie frente a las hornillas preparándose un huevo frito.

— ¿A qué hora comienzas hoy? —preguntó mientras colocaba el huevo frito en un plato.

— A las ocho y cuarto, debo salir de aquí dentro de media hora. No voy muy lejos.

— Entonces, tenemos un tiempito para conversar —dijo mientras se sentaba junto a su hija después de colocar una bandeja con una taza de leche caliente, un trozo de pan blanco y un vaso con café. Longina se puso tensa; sabía que su madre era de una personalidad imponente cuando estaba en desacuerdo con algo y sospechaba que Alma Rosa iba a hablarle de sus salidas furtivas, de aquella noche fuera de casa, y no sabía cómo abordar aquella conversación. La madre de Longina le puso un chorrito de café a la taza de leche, una cucharada de azúcar, y comenzó a revolverla.

— Hija… Ignacio y yo estamos preocupados por ti.

El nerviosismo y la tensión de Longina comenzaron a aumentar. Se quedó callada como si el calibre de aquella frase de su mamá la hubiese aplastado.

— Quiero que seas sincera conmigo —dijo Alma Rosa después de masticar un trozo de pan que había untado en la yema de huevo frito—. ¿Te pasa algo, tienes algún problema?

— No, Mami. No pasa nada. Estoy bien —farfulló con cierto nerviosismo.

— Yo sé que estás bien, Longina. Pero ¿cómo que no pasa nada? —dijo Alma con aire demandante—. Hace ya un tiempo que te noto rara.

Longina no contestó; se sentía como una adolescente sorprendida en falta y recordó aquel episodio de su embarazo durante la adolescencia. Su madre había sido dura con ella en aquella ocasión, y ahora ella tampoco estaba preparada. No sabía por dónde debía comenzar una conversación que había intentado posponer durante semanas.

—Estamos preocupados. Ignacio está muy molesto… —dijo mientras degustaba su desayuno.

Longina se estremeció al escuchar el nombre de su padrastro; su relación con el señor Bernard era entrañable. Él se había ganado ante ella la autoridad de un padre. Sin embargo, ella también conocía su rigidez y su manera un tanto hosca cuando no aprobaba alguna acción. Enmudeció, angustiada miró a su madre, y dos lágrimas brotaron de sus ojos. En ese momento, Alma se alarmó, pensó que Longina estaba en problemas y suavizó su talante.

—Hija, solo quiero que seas sincera conmigo. Dime qué está pasando; no te olvides de que siempre voy a estar de tu parte.

— Mami —dijo Longina con la voz quebrada—, no quiero que pienses mal de mí, pero he estado haciendo algo con lo que seguramente no estás de acuerdo. Pero quiero que me escuches.

— Por favor, Longina, habla; cuéntame qué está pasando. Dime qué cosa mala has hecho.

— Madre, anoche me quedé a dormir en la casa de Adriano. He estado saliendo con él desde hace un tiempo.

— ¿Con Adriano? … —Alma Rosa había estado comiendo mientras hablaba, pero en este punto se detuvo y miró a su hija recto a los ojos.

— Sí, madre, estoy enamorada.

— ¿Enamorada? —preguntó esta vez de manera inquisitoria.

— Sí, Mami, estoy enamorada, y no sé qué hacer con…

Longina titubeó y quedó nuevamente en silencio, con la vista fija en la taza de café con leche, de donde aún brotaban dos filamentos de humo. Parecía haber caído en un pozo del cual le resultara muy difícil escapar, y tenía las dos manos inmóviles sobre la mesa, como si de pronto se hubiesen convertido en dos trozos de piedra. Alma Rosa alcanzó las manos de su hija, las apretó y las retuvo en un gesto de confianza. Luego le tomó la barbilla y levantó su rostro hasta que sus ojos quedaron frente a frente.

— ¿Estás segura de lo que dices? —le dijo con la mirada firme.

— No es algo que hubiese querido, Mami. Desde que era una adolescente, nunca más me había sentido así —agregó con voz torpe.

Alma Rosa dudó. En realidad, no sabía qué decirle a su hija, pues nunca sospechó que un día se iba a tropezar con una situación semejante dentro de su familia. Aunque la vida le había dado suficientes recursos y municiones para enfrentar momentos difíciles, conocía también los prejuicios y atavismos que coexistían dentro de la sociedad en todas las latitudes, atavismos de los que su círculo familiar tampoco estaba a salvo.

—Hija, había pensado que se trataba de otro asunto; en estas cuestiones, las mujeres siempre salimos perdiendo —dijo tratando de conseguir aplomo en la frase.

—Lo sé, Mami. Estoy poniendo en peligro todo lo que he construido con esfuerzo en todos estos años.

—Escúchame, hija, no te voy a decir que todo eso me parece una locura. No. No voy a decirte eso, pero creo que debes pensar muy bien lo que quieres.

—Sí, madre, a veces cuando pienso en todo esto y en lo feliz que soy, creo que me he vuelto loca.

—Mira, hija, cuando a un hombre casado le pasa algo así, todo el mundo lo justifica; hasta dicen que estaba tirando una canita al aire y casi todo el mundo aplaude… pero cuando es una mujer… la gente piensa distinto, y lo menos que dicen es que tiene los cascos ligeros o que es una ramera.

—Hay momentos en que ni siquiera eso me importa, Mami.

— ¿Y qué piensa Adriano de todo esto? ¿Han hablado ustedes de lo que significa esa relación para ambos?

Por un momento, Longina calló; aquella pregunta de su madre la tomó por sorpresa porque en realidad, ni ella ni Adriano habían reflexionado juntos acerca del futuro de aquella relación. Hasta ese momento, el amor los había devuelto a la adolescencia, y ellos solo estaban dedicados a disfrutar del inmenso placer que para ambos había traído aquel romance, cuyo lado prohibido quizás le daba un sabor especial. Para ella, aquellos sentimientos habían llegado a su vida y la habían hechizado de manera tal que a veces la hacían sentir como la hoja de un árbol mecida por el viento.

—No hemos hablado del futuro —dijo mientras consultaba la hora en su reloj de pulsera y daba un sorbo al café con leche que ya se había enfriado—. Pero lo siento entusiasmado; hasta este momento ha sido muy cariñoso conmigo.

—Me lo imagino, hija. Se ve que Adriano es un hombre afectuoso, pero… ¿crees que eso es suficiente?

—Cuando yo era una adolescente, me sentí así, como ahora, y con el tiempo creí que aquello había sido como una fiebre, como un resfriado, o un dolor de cabeza, porque nunca hasta ahora me había sentido de ese modo.

Alma Rosa comenzó a comprender. Ella, como su hija, había sentido alguna vez esa fiebre de los amores juveniles que irrumpen en la existencia de la gente de manera inexplicable y le roban las riendas de la mente, marcando un punto de giro caprichoso, a veces errado, infeliz, errático. Por eso insistió. Sabía que su hija había logrado algunas cosas importantes con su esfuerzo, pero no olvidaba el papel que el señor Bhagwadin, su esposo, había jugado en ello.

—¿Y Bhagwandin, hija? —preguntó e hizo una pausa—. Ella sabía lo importante que había sido en todos esos años haber contado con su apoyo para avanzar en su profesión y construir el presente que estaba poniendo en riesgo.

—¿Has hablado con él de este asunto?

—Si hay algo que me duele es tener que serle infiel. Creo que no se lo merece.

—Y entonces, ¿por qué lo has hecho? —se atrevió a preguntar—. No te estoy juzgando, hija; solo quiero saber —agregó con tono conciliador.

—No tengo la respuesta, Mami. Son sentimientos encontrados. Cuando estoy con Adriano, me olvido de que el mundo existe… —dijo y volvió a mirar su reloj de pulsera.

—Se te hace tarde… Sé que ya debes irte, pero tienes que buscar una solución… Digo: tienes que decidirte por lo que más te haga feliz y le convenga a todos, lo cual es lo más difícil porque lo que he aprendido, hija, es que en estos asuntos siempre alguien sale llorando.

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