Por Coloso de Rodas
Al concluir su ilustre carrera, Jacques Derrida se apartó de la deconstrucción, adentrándose en una teoría compensatoria del sueño metafísico, donde la esencia de la filosofía se despliega en los textos, superando las imágenes. En una trayectoria paralela, Sigmund Freud, décadas antes, ya había comenzado a explorar los misterios oníricos e inmunológicos que se entrelazan en la trama de la cultura y la civilización.
De acuerdo con Binswanger en su obra Sueño y Existencia, el sueño no solo sirve como un depositario de significados ocultos del ser humano —los fenómenos reprimidos—, sino también como un medio para desvelar la libertad originaria del individuo a través de trágicas y a veces acrobáticas claves. En este sentido, el sueño se convierte en una suerte de autorrealización, permitiendo que la singularidad del ser humano emerja desde lo más profundo de su existencia. Mientras el acto de dormir simula la muerte y la niega, el sueño —en particular el sueño de la muerte— revela una verdad fundamental: la muerte es el significado absoluto del sueño.
En su obra tardía, que rara vez se menciona y que, sin embargo, ofrece una rica reflexión sobre la evolución cultural, Freud aborda dos problemáticas que, a primera vista, parecen separadas, pero que en realidad son antitéticas: el anhelo humano por una evolución cultural y el deseo de evolución individual. En su ensayo de 1930, El malestar en la cultura, Freud nos deja una frase enigmática: «El hombre ha llegado a ser un dios de prótesis».
A partir de ese momento, sin abordarlo de forma explícita, Freud se enfrenta a un fenómeno cultural inesperado: el deseo humano por una «inmunidad cultural» también se manifiesta en los sueños, pero no de manera reprimida. Las categorías del «inconsciente» y la «libido», que fueron pilares en sus primeros trabajos, comienzan a desdibujarse en el contenido psicoanalítico de su etapa tardía.
El psicoanálisis, de manera trágica, se ve superado por una perspectiva inmunológica de la cultura. En uno de sus últimos ensayos, El porvenir de una ilusión (1927), Freud sostiene: «La libertad individual no es un bien de la cultura».
Este planteamiento, solo comprensible en el marco de una visión inmunológica de la cultura, revela un giro casi radical en su pensamiento. A diferencia de sus seguidores, Freud se aleja del enfoque psicoanalítico tradicional, reemplazando las muletas del inconsciente con el arte dramático de un funámbulo. Aquí se libera un Freud que parece adoptar un estilo nietzscheano, donde la espiritualidad, la ilusión y el sueño relacionado con la religión emergen como temas centrales. Con claridad y precisión, escribe:
«No creemos poder caracterizar la cultura mejor que al considerar su valoración y culto a las actividades psíquicas superiores, las producciones intelectuales, científicas y artísticas, y la función directriz que otorgan a las ideas en la vida humana. Entre estas actividades, los sistemas religiosos ocupan un lugar preeminente, cuya compleja estructura intenté esclarecer en otro momento.»
Freud se encuentra en un combate interno, luchando contra las corrientes individualistas predominantes, tratando de equilibrar el «egoísmo de la felicidad individual» con los «intereses inmunes culturales» de la comunidad. Estas reflexiones, si bien podrían considerarse superfluas, adquieren relevancia ante el riesgo de que el texto freudiano haya sido manipulado y malinterpretado por las corrientes del psicoanálisis clásico.
La frase que desencadenó la neurosis entre sus discípulos —«Así, pues, el primer requisito cultural es el de la justicia»— evoca la inmunidad. Desde ese momento y hasta su muerte, Freud no volverá a mencionar el «inconsciente individual» ni la teoría de los «sueños reprimidos» en su práctica psicoanalítica. Para Freud, Dios no ha muerto, pero el psicoanálisis, indudablemente, ha llegado a su fin.
Paradójicamente, el onirólogo de Playa Albina, un freudiano tardío y un oculto alumno de Derrida, nos ofrece en sus «cajitas de ficción» textos transformados en imágenes. Un análisis profundo de su obra, Vilis, revela un espacio astral de escritura del cual García Vega no tenía plena conciencia en su traducción de sueños inmunológicos. Con Vega, llegamos a un punto donde el abandono de la literatura se convierte en la fase final de un proceso inevitable.