A cada quien según su verdad, a cada quien según su barbuyo

por José Raúl Vidal y Franco

Durante la trasmisión de un programa de radio alemana en 1969, Joseph Ratzinger advierte sobre el futuro de la Iglesia en los siguientes términos:

“Seamos  prudentes con los pronósticos. Aún es válida la palabra de Agustín según la cual el ser humano es un abismo; nadie puede observar de antemano lo que se alza de ese abismo. Y quien cree que la Iglesia no está determinada sólo por ese abismo que es el ser humano, sino que se fundamenta en el abismo mayor e infinito de Dios, tiene motivos más que suficientes para abstenerse de unas predicciones cuya ingenuidad en el querer-tener-respuestas podría revelar sólo ignorancia histórica”.


Para  Ratzinger el ser plagado de recelos existenciales, cinismo político,  desconcierto moral y ego enardecido, cuestiona todo desde el absolutismo megalómano:


“El futuro de la Iglesia puede venir y vendrá también hoy sólo de la fuerza de quienes tienen raíces profundas y viven de la plenitud pura de su fe. El futuro no vendrá de quienes sólo dan recetas. No vendrá de quienes sólo se adaptan al instante actual. No vendrá de quienes sólo critican a los demás y se toman a sí mismos como medida infalible”.


Nada nuevo. La crisis existencial del presente ya fue dada a la sociedad moderna a partir de un texto tan antiguo como actual: Revelaciones. Quizás, me responderá el lector aguzado, que los problemas de hace siete mil años son los mismo de hoy, ahora. Así lo asumen muchos filósofos, escritores, pensadores e intérpretes de intérpretes a los que siempre  ha funcionado el ateísmo como un horizonte de perspectiva para elucubrar todo tipo limitaciones  mentales sobre la muerte de Dios. Pero algo permanece a lo largo de tantos volúmenes y tantos siglos.

Si bien se habla de la inexistencia de Dios, tampoco nadie ha podido disprobar su Existencia. Desde Protágoras, Demócrito, Epicuro y el Baron D´ Holbach hasta los más contemporáneos materialistas como Marx, Kant y Nietzsche solo se acentúa la inexistencia de Dios sin poder argumentar más allá de la condición y fragilidad humana del hombre en relación al vínculo que guarda con sus dioses. Algo que ni siquiera resulta un pensamiento original en estos eruditos que recalentaron la cosmogonía griega.

En medio del galimatías en el que vivimos, la frasecilla de Nietzsche: Dios ha muerto —que a tantos gusta—, no implica siquiera el renacimiento del hombre como centro del mundo o la sociedad a modo del Yo-dios tan teorizado. Antes bien, supone un hombre imbuido de la diatriba psicológica de su época incapaz de ver el presente y, por lo tanto, discapacitado para interiorizar cualquier valor en el orden moral, cultural, social y espiritual.  El antivalor per se. Un ser cada vez más ignorante en quien la instrucción y la educación tienden a desaparecer a causa de la tecnología. La frase no es originalmente de Nietzsche. La encontramos  en La fenomenología del espíritu, de Hegel, y en Los Hermanos Karamazov, de Dostoievski. Y aunque Nietzsche la resemantiza para la posteridad, sigue implicando el mismo sentido de caos y decadencia de la vida y la cultura humana muy a su pesar. 

El razonamiento es simple. La percepción de algo se realiza en un marco idealmente personal y en el interior de una estructura de pensamiento. Si la frase Dios ha muerto implicara al hombre como Dios, entonces estaría de acuerdo con Nietzsche. Pero no es el caso ni para mí, ni para él. Si hay alguna muerte, es la de tantos ismos que solo llegan y pasan, a pesar de Nietzsche. Sin embargo —hasta hoy— Dios y la iglesia permanecen, también a pesar de Nietzsche.

Entiendo además que el desmoronamiento del marxismo y la sobredimensión del liberalismo han propiciado un catauro de ideas comun-es denominadas progresistas que a fin de cuentas solo han producido la decepción de los pueblos que ven, de más en más, agudizados sus problemas y que, por añadidura, quedan sin resolver en todo ámbito de la sociedad. Los problemas llegan para eternizarse. Razón por la cual, el hombre ha dejado de creer en Dios para empezar a creer en todo, buscando elegir y codificar su percepción de la realidad del modo más exacto que corresponda a su ideología. De ahí que la muerte y vida de Dios sean reveladoras de esa ideología.  El mismo santo Tomás leía este asomo del hombre  como actus essendi redefinido en el lenguaje de la filosofía de la existencia y que la filosofía de la religión lo expresa en categorías de experiencia antropológica. 


Pero habría mucho a qué aventurarse en este sentido para un neófito como yo. Sobre todo al pasar por el camino, no tanto a través del ser y de la existencia como a través de las personas y de su relación mutua, a través del «yo» y el «tú». Ésta es una dimensión fundamental de la existencia del hombre, que es siempre una coexistencia.
En fin, si creciste en un sistema a-Teo, es probable que seas más creyente que yo.

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