We were Soldiers

Por: Rafael Piñeiro López

Ver a Sam Elliot sin bigote es una rareza milagrosa, pero la valía de la muy subestimada We were Soldiers (2002) radica en otro lugar; descansa allí, en esa revelación magnificente que reza, o al menos esboza, que al final los soldados no batallan las guerras por una nación ni una bandera, sino por sus propias almas.

Esta pieza es una sólida historia que narra la primera confrontación a gran escala entre las tropas norvietnamitas y las norteamericanas, en noviembre de 1965, en el valle de Ia Drang. La recreación de la batalla es prácticamente exacta a cómo ocurrieron los hechos, y la prolijidad con que se muestran y desarrollan los personajes reales de la historia, desde los más trascendentes a los menos importantes, es de una exactitud cuasi aterradora, según los testimonios de los involucrados.

We Were Soldiers, por su naturaleza, pertenece a la casta de ese subgénero tremendo que ha parido muy disímiles (¡y a la vez tan iguales!) obras como Apocalypse Now, Full Metal Jacket, The Deer Hunter, Platoon y Good Morning Viet Nam, entra tantas otras. Y hay que señalar que Randall Wallace, un escritor especialista en epopeyas históricas (Braveheart, Pearl Harbor) y devenido en director, es capaz de incluir dentro de su historia temas polémicos como el racismo o las inequidades vivenciales de una América adusta, sin recalar en la monserga ideológica con que hoy los teóricos de la justicia social crítica relamen sus heridas. Eran otros tiempos, claro. Las torres gemelas habían sido derrumbadas un año antes y el sentimiento patriótico norteamericano renacía con fuerza inusitada. Se vivía la apoteosis del excepcionalismo post reaganista, aunque al timón estuviera el mentecato Bush.

Hal Moore, personaje principal (el filme está basado en el libro escrito a dos manos por el general de marras, entonces coronel, y el periodista Joshep L. Galloway) es el típico oficial norteamericano tradicional: hombre conservador, religioso, familiar, justo con sus subordinados; una especie de bofetada para el discurso satanizador en contra de la derecha. Nadie mejor, por cierto, que Mel Gibson para encarnarlo en cuerpo y alma. Wallace termina pariendo una obra correcta, simple, entrañable, visceral, preñada de buenas intenciones, compleja en el tratamiento de los personajes, donde los límites mazdeístas son empujados hasta los recovecos más alejados. Por supuesto que puede cuestionarse toda la retórica intervencionista; el propio Wallace lo hace desde una perspectiva sensata e inteligente: la crítica a los políticos de turno. De hecho, su filme puede considerarse como una pieza revisionista a la usanza de todas aquellas obras post Viet Nam, pero a diferencia del Apocalypse Now de Coppola y, sobre todo, del Platoon de Oliver Stone, acá no hay vergüenza de ser y sentirse norteamericanos.

Tampoco hay cabida para el patrioterismo exacerbado de los tiempos del pre-globalismo, cuando Hollywood retrataba alegremente las contiendas de la segunda guerra mundial como si aquello de los muertos fuera un acto barato de vodevil. La nación, con todo el background teórico de los padres fundadores, se manifiesta en esta obra en casi toda su extensión. Y eso es un logro.

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