«Camarón colora’o» se desova en saltimbanqui

Por La Máscara Negra

Procede de una estirpe distinguida, su altivez forjada por la fuerza de la imaginación y la pasión ardiente. En una novela, lo apodaron «El camarón» debido al resplandor de su cabellera; no obstante, persiste la interrogante sobre si la manía de grandeza es la cima de la inteligencia, si lo glorioso y lo profundo no emanan de una enfermedad del pensamiento, de estados de ánimo elevados a expensas del intelecto general.

Aquellos que sueñan de día comprenden cosas que escapan a los que sueñan solo de noche, atrapados en la manía de grandeza. En sus visiones opacas, vislumbran la eternidad y se estremecen al despertar, descubriendo que han rozado el gran misterio. Aprenden fragmentos de su propia sabiduría y aún más del conocimiento del mal. Podríamos decir que están «quimbao».

Al menos, dos estados distintos pueblan su mente: el estado de la razón lúcida, incontestable, que pertenece a los recuerdos de su juventud, y un estado de sombra y duda, vinculado al presente y a los recuerdos de su segunda etapa de vida. Me detuve para observar un curioso espectáculo de mecenazgo en un rincón de Playa Albina, donde ocurría una transformación kafkiana: el camarón, al desovar, se convertía en saltimbanqui. Aunque se desarrollaba en plena vía pública, tenía un toque de grandeza. El camarón confería gran importancia al círculo para saltar de un lado a otro y alcanzar las alturas más inverosímiles. Para llegar a la más baja vileza, debía avanzar deliberadamente con pasos gigantes. Las ofrendas del saltimbanqui eran espléndidas, seductoras, vibrantes, tentadoras.

¿Quién podría resistirse a la duda? Viajes por todo el país, presentaciones literarias, premios, estudios para producir audiolibros. ¿Qué más podría esperarse? En realidad, las habilidades del saltimbanqui no eran nada excepcionales, pero denotaban una paciencia infinita, francamente anormal, por parte del camarón. Y el público siempre valora tales esfuerzos. Pagan para ver una pulga vestida, no por la belleza del traje, sino por el esfuerzo de ponérselo. Las mentiras eran inagotables. Yo mismo pasé largos períodos admirando a un ciego que hacía con sus pies lo que pocos podrían lograr con sus manos.

Lo único que puedo afirmar con certeza es que el saltimbanqui, según sus reacciones, se sentía orgulloso y culpable. Sin duda, nadie podía negarle el mérito de haber alcanzado el mayor mecenazgo en Playa Albina, pero tampoco se podía desvanecer la noción de su propia vileza al realizar saltos prodigiosos. Para intensificar el efecto y aprovechar al máximo la situación, el saltimbanqui empezó a azotar a un mecenas con su látigo de engaños. Fue en ese instante cuando comprendí mi error.

Dirigí mi mirada al camarón, simplemente como los demás. Dejé de observar al saltimbanqui y permití que la tragedia siguiera su curso. Decidido a desmentir todas mis nociones de compasión y crítica, busqué en vano la aprobación del saltimbanqui con mis ojos, y antes de que otro se adelantara en el arrepentimiento, salté por encima del círculo de bajeza y gané la carrera.

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